domingo, 4 de marzo de 2012

PRENSA. Artículos para actividades


1. ¿Resignación o indignación?

La Vanguardia,18/02/2012

   Quizás sea bueno para todos que haya ricos muy ricos, lo que indigna es que haya privilegiados.

Francesc de Carreras, Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

   Los ciudadanos que no entendemos mucho, o casi nada o nada, de economía, andamos estos años confusos y despistados. Ponemos buena voluntad en superar nuestras ignorancias: escuchamos intrigados las noticias del día, casi siempre malas, ponemos atención en los discursos o entrevistas a los políticos, más atención todavía a las intervenciones de expertos economistas, leemos las páginas económicas de los diarios... Pero aprendemos poco: todo nos parece misterioso, ininteligible, con un lenguaje que sólo comprenden los iniciados, si es que los hay. Hay cuestiones especialmente espesas para nuestras cortas mentes: las informaciones diarias de la bolsa, la razón por la cual los valores suben y bajan.
   Sin embargo, en general, por el momento, a todo ello respondemos con resignación: es una crisis global, europea, occidental. Nosotros sólo somos un grano de arena en un gran desierto, poco podemos hacer. Nos consolamos: la crisis será larga y dura, pero transitoria, volverán los buenos tiempos. Incluso nos culpabilizamos: vivíamos por encima de nuestras posibilidades, hemos abusado del Estado social, la responsabilidad es de todos...
   Pero de vez en cuando nos llegan informaciones que convierten la resignación en indignación. El lunes de esta semana el diario económico Expansión publicaba en primera página un titular que decía: "La fortunas del Ibex han cobrado este año 300 millones de dividendos". ¡Caramba! Y sigue: es un incremento del 7,2 % respecto al año pasado. Vaya, vaya, algunos siguen viviendo por encima de "nuestras" posibilidades.
   Estas fortunas, naturalmente, tienen nombres y apellidos, todos ellos muy conocidos, con ganancias desiguales. De más a menos y entre paréntesis los dividendos expresados en millones de euros: la familia Del Pino (65,2), la familia March (55,2), Alberto Cortina y Alberto Alcocer (43,7), Esther Koplowitz (43,5), familia Entrecanales (38,5), Florentino Pérez (37,8), José Lladó (15,7). Falta la mayor gran fortuna, Amancio Ortega, que no sé por qué razones todavía no se puede calcular, pero según los expertos, incluidas las acciones de su exmujer Rosalía Mera, podría elevar la suma conjunta de 300 a 700 millones.
   Seguro que mis amigos economistas dirán que esto es bueno, un signo de que remontaremos pronto, que España es más rica de lo que parece. Tal vez tengan razón, tendrán sus motivos. Pero entonces les replicaré que hablemos de impuestos. ¿Qué porcentaje de estos dividendos irán a las arcas públicas vía fiscal? Por IRPF llegarían a pagar entre un 45 y un 56% de sus beneficios brutos. Por impuestos sobre rentas de ahorro, incluidas las sicav, desproporcionadamente menos.
   Quizás sea bueno para todos que haya ricos y muy ricos. Puede incluso que se lo hayan ganado. Lo que indigna es que haya privilegiados.



2. La ciencia y la piel de gallina
   Hoy la música se escucha en solitario, en silencio y con auriculares, pero es tan necesaria como siempre.

27/02/2012 Joana Bonet La Vanguardia
  
   ¿Por qué hay canciones que nos erizan la piel y nos conectan con un viejo amor, un sueño perdido o que incluso nos hacen llorar? Hace unos días, el periodista científico Michaeleen Doucleff publicaba en The Wall Street Journal "Anatomía de un generador de lágrimas", donde analizaba el poder conmovedor de la música y en particular de una de las cinco canciones más descargadas en iTunes, Someone Like You, de la antidiva Adele. He seguido en Twitter el interés por los escalofríos musicales que propician analogías con las emociones. Eso que tan bien expresó Mendelssohn al afirmar que en ambas realidades –la musical y la emocional– existen formas parecidas de crecer y de empequeñecerse, de calma y de excitación, de intervalos soñadores. Como la comida, el sexo o las drogas, la música estimula los circuitos del cerebro y libera dopamina en los centros de placer y recompensa. Y en el caso de la canción de Adele, según Doucleff, se pasa de la tristeza al bienestar gracias a las llamadas apoyaturas –una especie de contrapunto musical que puede producir tensión, alivio e incluso lágrimas–. Confieso que Adele no me hace llorar, pero recuerdo con nitidez otras canciones con las que he experimentado ese pellizco. De adolescente, en las largas tardes de verano, escuchaba Es fa llarg esperar y sus notas pronunciaban una densa sensación de expectativa, en especial cuando Maria del Mar Bonet sube de octava para decir doliente: "El cel roig i el sol que ja se'n va". Todos tenemos una banda sonora que nos acompaña hasta la muerte –aún recuerdo la sonrisa que esbozamos en la despedida de Enrique Puig cuando al terminar la liturgia sonó Matilda–.
   No hay más que fijarse en Obama para entender cómo explota el contagioso poder de la música. Después de que en el 'Apollo Theater' se lanzara a cantar Let's Stay Together, las ventas del viejo tema se dispararon. Hace cuatro años publicó la música que llevaba en su iPod. Fue un golpe maestro y creó escuela. Ahora, sus temas preferidos acaban de aparecer en una playlist de Spotify. Obama pasa de la celebridad a la intimidad con un suave encabalgamiento, baila arrobado con su mujer como nunca ha hecho aquí ningún presidente del Gobierno, y además de cantar bien, sabe que cuando a dos o más personas les gusta la misma canción se dispara un mecanismo gozoso que incita a reconocerse en el otro.
   Hace tiempo que los jukebox se callaron. Habitaba en el acto de elegir una canción, o varias, un deliberado ejercicio de cercanía. Hoy la música se escucha en solitario, con auriculares y en silencio. Pero es tan necesaria como siempre, y más ahora que la ciencia demuestra que no estamos locos cuando al escuchar una canción creemos vivir una vida paralela, en las antípodas de las primaveras valencianas, la sumisión laboral y los juicios por corrupción. Basta con darle al play.


3. ¡Ay, estos hijos...!

   Las dificultades actuales nos harán recobrar a todos, por la fuerza, niveles de una mayor autoexigencia colectiva.

03/03/2012 Juan-José López Burniol La Vanguardia

   En el último testamento que he autorizado, justo hace un par de días, el testador –un viudo de mediana edad– dispuso de determinados bienes a favor de sus hijos por vía de legado, sujetándolos a la administración de un tercero –un tío– hasta que cada uno de los hijos cumpla los 25 años. Una cláusula idéntica, u otras similares, hace tiempo que resultan frecuentes en los testamentos, al querer dilatar los testadores el momento en que sus hijos entren en la libre administración y disposición de los bienes heredados. La razón es sencilla: los testadores juzgan que, al alcanzar la mayoría de edad –los 18 años–, los jóvenes carecen de la madurez mínima necesaria para manejar de un modo solvente el patrimonio heredado. Y tan es así que, en ocasiones, los padres pretenden incluso atar aún más a los hijos, postergando la fecha en que podrán administrar libremente los bienes heredados –por ejemplo– hasta los 30 años.
   La frecuencia de esta disposición testamentaria invita a reflexionar sobre la realidad social que la provoca. Y la primera observación que cabe hacer es la de que, dada la prolongación de la vida humana, se han ido retrasando todas las fases de esta. Así, la etapa formativa, que antaño concluía, para buena parte de las gentes, a una edad muy temprana, y, para los universitarios, antes de los 25 años, ahora se ha prolongado hasta mucho después, en forma de cursos, másters, seminarios y prácticas, de modo que muchos estudiantes comienzan a trabajar frisando los 30 años. Esta misma tendencia se manifiesta en otro fenómeno: cuando comencé a ejercer como notario, hace ya más de cuarenta años, una mujer que no hubiese tenido hijos antes de los 30 años era muy difícil que los tuviese después, y actualmente, en cambio, es muy frecuente que las mujeres comiencen a tener hijos a partir de esta edad, cuando su etapa de formación e instalación ha concluido. La conclusión de todo ello es clara: si la etapa formativa de muchos jóvenes termina entre los 25 y los 30 años, resulta lógico que estos jóvenes no entren en la libre administración y disposición de los bienes que puedan heredar hasta que su formación haya concluido.
   Ahora bien, siendo tan razonable como discutible lo que acabo de escribir, la auténtica razón de fondo ha de ser otra y tendrá que ver quizá con la sobreprotección que han dado a sus hijos las generaciones nacidas después del final de la Guerra Civil. Estas generaciones fueron educadas, por lo general, con un alto nivel de exigencia y disciplina, en un ambiente de carestía muy lentamente aminorado, y que sólo comenzó a disiparse muy entrados los años sesenta. En este marco, los jóvenes maduraban pronto y se integraban rápidamente en un mundo laboral que no presentaba ni de lejos las dificultades actuales. Los nacidos en aquellos años se buscaban la vida desde edad muy temprana, por lo que hubiese resultado absurdo limitar sus facultades sobre los bienes heredados, cuando ya habían asumido compromisos y responsabilidades laborales en todo análogos a los de los mayores. En cambio, y quizá por la ley del péndulo, estas mismas generaciones, que han tenido y han educado a sus hijos en épocas de mayor abundancia y riqueza, han relajado hasta el extremo la educación de estos, dulcificando las exigencias de un rigor y una disciplina que ellos padecieron y que después han juzgado excesiva. Sin olvidar, por otra parte, que el espíritu de las sucesivas reformas educativas ha contribuido, con planes de laxitud evidente (que han neutralizado el mérito y han erosionado el principio de autoridad), a que los jóvenes de estas generaciones –salvando todas las excepciones que haya que salvar– sean percibidos por sus propios padres como más inmaduros y necesitados, por ello, de una mayor protección. Así, no deja de ser revelador lo tarde que muchos hijos se marchan hoy de casa de sus padres.
   Otra consecuencia de este estado de cosas es el menor espíritu emprendedor de estas generaciones, salvadas otra vez todas las excepciones que haya que salvar. Aquel espíritu de iniciativa que ha caracterizado durante siglos a los catalanes, puesto de manifiesto tanto en su capacidad emprendedora –de asumir riesgos– como en su aptitud para hacer frente a las exigencias del cambio cuando este se manifiesta, parece haber disminuido, hasta el punto de que las jóvenes generaciones buscan la seguridad que proporcionan el funcionariado o las plantillas de entidades en las que la seguridad del empleo es pareja a la que brinda la Administración. Mosso d'esquadra o empleado de La Caixa parece ser hoy para muchos el desiderátum, cuando medio siglo atrás el funcionariado parecía en Catalunya una salida profesional menor.
   Pero la historia es siempre cíclica. Las dificultades actuales nos harán recobrar a todos, por la fuerza, niveles de una mayor autoexigencia colectiva.


4. Vida de hotel
   Promulgan una ordenanza que prevé sanciones contra los que hacen 'balconing'.

03/03/2012 Quim Monzó La Vanguardia

   Un día un iluminado decidió inventar una palabra para definir una actividad que el mundo ha practicado desde siempre: correr. Como correr le debía parecer poco glamuroso y el inglés mola, cogió la palabra inglesa por pie (foot), patilleramente la convirtió en un verbo y añadió un -ing para que pareciese gerundio. Así nació footing. La propuesta es idiota porque en inglés ya había una palabra enrollada para definir la actividad de correr, y esa palabra es jogging. De forma que, puestos a hacerse el cosmopolita innecesario, quizá habría valido más que directamente adoptaran esta. Pero no fue así y pronto footing quedó entronizada, hasta el punto de que con el paso de los años ha sido aceptada por las instituciones lingüísticas.
   Como la chorrada arraigó, lustros después a otro iluminado se le ocurrió que podía mejorarlo y crear una palabra formada por un sustantivo en nuestro idioma que acabaría como si fuera un gerundio inglés. El resultado fue balconing, unión de balcón y -ing. En este caso diría que el engendro lingüístico es perfecto porque liga con el encefalograma plano de los que dedican a esa actividad recreativa que se practica en el hotel, generalmente a las tantas de la noche, y que consiste en saltar de un balcón a otro. Eres un turista, estás en tu habitación, completamente curda, y en la habitación de al lado tienes a tus amigos, generalmente tan curdas como tú. Pues en el frenesí de la excitación, incitado o no por ellos, saltas de tu balcón al suyo. Pero como, por designio divino, hay una ley denominada de la gravedad, a menudo pasa que –por falta de ímpetu o porque tus facultades están obnubiladas por el alcohol y los psicotrópicos– no llegas a la meta (el otro balcón) y caes: uno, dos, cinco o diez pisos, los que haya entre vuestros balcones y la calle o el patio, o lo que sea que tengan a nivel del suelo. En cualquier caso quedas hecho papilla.
   Como en Lloret de Mar esa actividad gusta bastante a la juventud guiri, el Ayuntamiento ha promulgado una nueva ordenanza de civismo que prevé sanciones contra los que la practiquen. (Contra los que sobrevivan, se entiende, porque a los que mueran poco podrán reclamarles.) La nueva ordenanza dice que también multarán a los hoteleros en cuyos hoteles los clientes se den al balconing. Las multas para los hoteleros irán de los 750 a los 1.500 euros. Ya me perdonarán, pero no lo entiendo. ¿Qué culpa tienen los hoteleros de que alguno de sus clientes sea idiota? ¿Cómo van a saber, ya en recepción, si ese cliente determinado hará balconing o no? ¿Tienen que poner, día y noche, a un guarda en cada balcón, vigilando que nadie intente saltar a la habitación de al lado? Y si el cliente muere de una bala en el cerebro porque la pistola se le dispara mientras juega a la ruleta rusa, o estrangulado mientras practica la autoasfixia erótica, ¿también harán corresponsables a los hoteleros y los multarán?

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