domingo, 20 de marzo de 2011

NOVELA. "Un viejo que leía novelas de amor", de Luis Sepúlveda. Fragmentos para comentar


   Varios fragmentos de la novela (Editorial Tusquets, Colección 'Andanzas', 43º edición: mayo 1999), para tema, organización de ideas, resumen y comentario crítico:

1.
   Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lec­tura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.
   Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: "Deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a cau­sa del amor, y con final feliz". Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de ma­nera inesperada en un burdel del malecón.
   Al dentista le gustaban las negras, primero por­que eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama.
   Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la có­moda.
   -¿Tú lees? -preguntó.
   -Sí. Pero despacito -contestó la mujer.
   -¿Y cuáles son los libros que más te gustan?
   -Las novelas de amor -respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar.
   A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos no­velas que, a su juicio, deparaban mayores sufri­mientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza fren­te al río Nangaritza.
   El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban.
                                              Cap. 2. Págs. 32-33

2.
   Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo.
   No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de sus muje­res para mayor orgullo de su casta y de su casa.
   La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adorna­ba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún mo­mento de entonar anents, poemas nasales que des­cribían la belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la magia de la descripción.
   Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.
   -Nadie consigue atar un trueno, y nadie con­sigue apropiarse de los cielos del otro en el mo­mento del abandono.
   Así le explicó una vez el compadre Nushiño.
                                             Cap. 3. Págs. 51-52

3.
   Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podi­do pensar que el tiempo esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas len­guas avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva.
   Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad. Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándo­se de los extraños que aparecían ocupando las ri­beras del Nangaritza.
   Llegaban más colonos, ahora llamados con pro­mesas de desarrollo ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ri­tual y, por ende, la degeneración de los más débi­les. Y, sobre todo, aumentaba la peste de los bus­cadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos los confines sin otro norte que una riqueza rápida.
   Los shuar se movían hacia el oriente buscan­do la intimidad de las selvas impenetrables.
                                             Cap. 3. Págs. 52-53

4.
   En esa misma ocasión el Sucre desembarcó a una pareja de funcionarios estatales, quienes al ins­talarse con una mesa bajo el portal de la alcaldía fueron tomados por recaudadores de algún nuevo impuesto.
   El alcalde se vio obligado a usar todo su esca­so poder de convicción para arrastrar a los es­curridizos lugareños hasta la mesa gubernamental. Ahí, los dos aburridos, emisarios del poder reco­gían los sufragios secretos de los habitantes de El Idilio, con motivo de unas elecciones presidencia­les que habrían de celebrarse un mes más tarde.
   Antonio José Bolívar llegó también hasta la mesa.
   -¿Sabes leer? -le preguntaron.
   -No me acuerdo.
   -A ver. ¿Qué dice aquí?
   Desconfiado, acercó el rostro hasta el papel que le tendían, y se asombró de ser capaz de des­cifrar los signos oscuros.
   -El se-ñor-señor-can-di-da-to-candidato.
   -¿Sabes?, tienes derecho a voto.
   -¿Derecho a qué?
   -A voto. Al sufragio universal y secreto. A ele­gir democráticamente entre los tres candidatos que aspiren a la primera magistratura. ¿Entiendes?
   -Ni una palabra. ¿Cuánto me cuesta ese de­recho?
   -Nada, hombre. Por algo es un derecho.
   -¿Y a quién tengo que votar?
   -A quién va a ser. A su excelencia, el candi­dato del pueblo.
   Antonio José Bolívar votó al elegido y, a cam­bio del ejercicio de su derecho, recibió una bote­lla de Frontera.
   Sabía leer.
   Fue el descubrimiento más importante de toda su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto con­tra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer.
                                             Cap. 4. Págs. 61-62

5.
   Una vez vendidos los micos y los loros, la maestra le enseñó su biblioteca.
   Se emocionó de ver tanto libro junto. La maes­tra poseía unos cincuenta volúmenes ordenados en un armario de tablas, y se entregó a la placentera tarea de revisarlos ayudado por la lupa recién ad­quirida.
   Fueron cinco meses durante los cuales formó y pulió sus preferencias de lector, al mismo tiem­po que se llenaba de dudas y respuestas.
   Al revisar los textos de geometría se pregun­taba si verdaderamente valía la pena saber leer, y de esos libros guardó una frase larga que soltaba en los momentos de mal humor: "La hipotenusa es el lado opuesto al ángulo recto en un triángulo rectángulo". Frase que más tarde causaba estu­por entre los habitantes de El Idilio, y la recibían como un trabalenguas absurdo o una abjuración incontestable.
   Los textos de historia le parecieron un corola­rio de mentiras. ¿Cómo era posible que esos seño­ritos pálidos, con guantes hasta los codos y apre­tados calzones de funámbulo, fueran capaces de ganar batallas? Bastaba verlos con los bucles bien cuidados, mecidos por el viento, para darse cuen­ta de que aquellos tipos no eran capaces de matar una mosca. De tal manera que los episodios his­tóricos fueron desechados de sus gustos de lector.
   Edmundo D'Amicis y Corazón lo mantuvieron ocupado casi la mitad de su estadía en El Dorado. Por ahí marcha el asunto. Ese era un libro que se pegaba a las manos y los ojos le hacían quites al cansancio para seguir leyendo, pero tanto va el cántaro al agua que una tarde se dijo que tanto sufrimiento no podía ser posible y tanta mala pata no entraba en un solo cuerpo. Había de ser muy cabrón para deleitarse haciendo sufrir de esa ma­nera a un pobre chico como El Pequeño Lombar­do, y, por fin, luego de revisar toda la biblioteca, encontró aquello que realmente deseaba.
   El Rosario, de Florence Barclay, contenía amor, amor por todas partes. Los personajes sufrían y mezclaban la dicha con los padecimientos de una manera tan bella, que la lupa se le empañaba de lágrimas.
   La maestra, no del todo conforme con sus pre­ferencias de lector, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el den­tista, libros que esperaban insinuantes y horizon­tales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desor­denado a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar Proaño prefería no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos para llenarlos con las dichas y los tormentos de amores más prolon­gados que el tiempo.
                                           Cap. 4. Págs. 70-71

6.
   Hacía varios años desde la mañana en que al muelle de El Idilio arribó una embarcación nunca antes vista. Una lancha plana de motor que per­mitía viajar cómodamente a unas ocho personas, sentadas de dos en dos, no como en la entumecedora fila india de los viajes en canoa.
   En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permane­cieron adulando y atosigando de whisky al alcal­de varios días, hasta que el gordo, muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor conocedor de la amazonia.
   El gordo apestaba a trago y no dejaba de nom­brarlo su amigo y colaborador, mientras los grin­gos los fotografiaban, y no sólo a ellos, a todo lo que se pusiera frente a sus cámaras.
   Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió en com­prar el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió a descolgar el retra­to y lo metió en su mochila, dejándole a cambio un puñado de billetes encima de la mesa.
   Le costó sobreponerse a la bronca y sacar el habla.
   -Dígale al hijo de puta que, como no deje el retrato en donde estaba, le meto los dos cartu­chos de la escopeta y le vuelo los huevos. Y conste que siempre la tengo cargada.
   Los intrusos entendían castellano, y no preci­saron que el gordo les detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, arguyó que los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los ecuatorianos, y especial­mente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y que si se trataba de llevarse buenos recuerdos él mismo se encargaría de proporcionárselos.
   En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.
   -Viejo pendejo. Me estás haciendo perder un gran negocio. Los dos estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿Qué más quie­res?
   -Que se marchen. No hago negocios con quie­nes no saben respetar la casa ajena.
                                            Cap. 6. Págs. 86-87

7.
   Vamos viendo, Antonio José Bolívar. ¿Qué te pasa?
   No es la primera vez que te enfrentas a una bestia enloquecida. ¿Qué es lo que te impacienta? ¿La espera? ¿Preferirías verla aparecer ahora mismo derribando la puerta y tener un desenlace rápido? No ocurrirá. Sabes que ningún animal es tan necio como para invadir una guarida extraña. ¿Y por qué estás tan seguro de que la hembra te buscará a ti, precisamente? ¿No piensas que la bestia, con toda la inteligencia que ha demostrado, puede decidir­se por el grupo de hombres? Puede seguirlos y eli­minarlos uno por uno antes de que lleguen a El Idilio. Sabes que puede hacerlo y debiste advertír­selo, decirles: "No se separen ni un metro. No duerman, pernocten despiertos y siempre a la ori­lla del río". Sabes que aun así para la bestia sería fácil emboscarlos, dar el salto, uno al suelo con el gaznate abierto, y antes de que los demás se repongan del pánico ella estará oculta, preparan­do el siguiente ataque. ¿Crees que la tigrilla te siente un ser igual? No seas vanidoso, Antonio José Bolívar. Recuerda que no eres un cazador, porque tú mismo has rechazado siempre ese cali­ficativo, y los felinos siguen al verdadero cazador, al olor a miedo y a verga parada que los cazadores auténticos emanan. Tú no eres un cazador. Mu­chas veces los habitantes de El Idilio hablan de ti llamándote el Cazador, y les respondes que eso no es cierto, porque los cazadores matan para ven­cer un miedo que los enloquece y los pudre por dentro. ¿Cuántas veces has visto aparecer grupos de individuos afiebrados, bien armados, internán­dose en la selva? A las pocas semanas reaparecen con fardos de pieles de osos hormigueros, nutrias, mieleros, boas, lagartos, pequeños gatos de monte, pero jamás con los restos de un verdadero con­trincante como la hembra que esperas. Tú los has visto emborracharse junto a los hatos de pieles para disimular el miedo que les inspira la certeza de saber que el enemigo digno los vio, los olió y los despreció en la inmensidad selvática.
                                             Cap. 8. Págs. 119-120

8.
   Frente a él, algo se movía en el aire, en el follaje, sobre la superficie del agua quieta, en el fondo mis­mo del río. Algo que parecía tener todas las formas, y nutrirse al mismo tiempo de todas ellas. Cambiaba incesantemente, sin permitir que los ojos alucinados se acostumbrasen a una. De pronto asumía el volumen de un papagayo, pasaba a ser un bagre guacamayo saltando con la boca abierta y se traga­ba la luna, y al caer al agua lo hacía con la brutali­dad de una quebrantahuesos desplomándose sobre un hombre. Ese algo carecía de forma precisa, defi­nible, y tomara lo que tomara siempre permane­cían en él los inalterables brillantes ojos amarillos.
   -Es tu propia muerte disfrazándose para sor­prenderte. Si lo hace, es porque todavía no te llega el momento de marcharte. Cázala -le ordenaba el brujo shuar, masajeando su aterrado cuerpo con puñados de ceniza fría.
   Y la forma de ojos amarillos se movía en todas direcciones. Se alejaba hasta ser tragada por la di­fusa y siempre cercana línea verde del horizonte, y al hacerlo los pájaros volvían a revolotear con sus mensajes de bienestar y plenitud. Pero pasado un tiempo reaparecía en una nube negra bajan­do rauda, y una lluvia de inalterables ojos amarillos caía sobre la selva prendiéndose de los ramajes y las lianas, encendiendo la jungla con una tonali­dad amarilla incandescente que lo arrastraba de nuevo al frenesí del miedo y de las fiebres. Él que­ría gritar, pero los roedores del pánico le destrozaban a dentelladas la lengua. Él quería correr, pero las delgadas serpientes voladoras le ataban las piernas. Él quería llegar a su choza y meterse en el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encar­nación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo y abandonar esos parajes de ferocidad. Pero los ojos amarillos estaban en todas partes cortán­dole el camino, en todas partes al mismo tiempo, como ahora, que los sentía arriba de la canoa, y ésta se movía, oscilaba con el peso de aquel cuer­po caminando sobre su epidermis de madera.
   Contuvo la respiración para saber qué ocurría.
   No. No permanecía en el mundo de los sue­ños. La hembra estaba efectivamente arriba, paseán­dose, y como la madera era muy lisa, pulida por el agua incesante, el animal se valía de las garras para sujetarse caminando de proa a popa, entregándole el cercano sonido de su respiración ansiosa.
                                             Cap. 8. Págs. 132-133

9.
   Antonio José Bolívar Proaño se incorporó len­tamente. Se acercó al animal muerto y se estre­meció al ver que la doble carga la había destroza­do. El pecho era un cardenal gigantesco y por la espalda asomaban restos de tripas y pulmones des­hechos.
   Era más grande de lo que había pensado al verla por primera vez. Flaca y todo, era un ani­mal soberbio, hermoso, una obra maestra de ga­llardía imposible de reproducir ni con el pensa­miento.
   El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.
   Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rá­pidos donde sería destrozado por puñales de pie­dra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.
   En seguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.
   Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su ama­zonía, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idi­lio, de su choza, y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.
                                                                 Cap. 8. Págs. 136-137

jueves, 3 de marzo de 2011

NARRATIVA CONTEMPORÁNEA. "Los girasoles ciegos". Textos para comentar

1.
     ¿Me reconocerían mis padres si me vieran? No puedo verme pero me siento sucio y degradado porque, en realidad, ya soy también hijo de esa guerra que ellos pretendieron ignorar pero que inundó de miedo sus establos, sus vacas famélicas y sus sembrados. Recuerdo mi aldea silenciosa y pobre ajena a todo menos al miedo que cerró sus ojos cuando mataron a don Servando, mi maestro, quemaron todos sus libros y desterraron para siempre a todos los poetas que él conocía de memoria.
   He perdido. Pero pudiera haber vencido. ¿Habría otro en mi lugar? Voy a contarle a mi hijo, que me mira como si me comprendiera, que yo no hubiera dejado que mis enemigos huyeran desvalidos, que yo no hubiera condenado a nadie por ser sólo un poeta. Con un lápiz y un papel me lancé al campo de batalla y de mi cuerpo surgieron palabras a borbotones que consolaron a los heridos y del consuelo que yo dibujaba salieron generales bestiales que justificaron los heridos. Heridos, generales, generales, heridos. Y yo, en medio, con mi poesía. Cómplice. Y, además, los muertos.
                                           Los girasoles ciegos. “Segunda derrota”.

2.
   Fui ingenuo, Padre, porque creí que todas las cosas del mundo tenían ya su nombre, es decir, estaban ya clasificadas. Yo pensaba que en eso estribaba la armonía. Para mí era suficiente con llamar a las cosas por su nombre, buscar los sentimientos en el diccionario de las Sagradas Enseñanzas para saber si estábamos hablando de la Gracia o de la Perdición. Pero hay un campo de nadie, Padre, que no está donde está el pecado y su castigo, ni está tampoco donde la virtud y su recompensa: si tuviera que dibujar un mapa trazaría una ancha franja oscura a la que, con el derecho que se otorga a los descubridores, me atrevería a llamar Elena. Elena era y es la madre de Lorenzo. Voluntas bona, amor bonus; voluntas mala, amor malus. ¡Santo Tomás se hubiera sorprendido con la complejidad de mi mapa! Hay un lado turbio en todos los paisajes que nunca podremos reducir a la simple geografía. Padre, hay un punto oscuro en nuestro ser que no contemplaron nuestros Padres: entre lo beatífico y lo abyecto hay un campo inmenso que no resuelve el problema del Bien y del Mal, un ámbito ambiguo, ahora lo sé, que es precisamente el de los hijos de Adán. Padre, hay que ser hijo predilecto del Señor para no tener que elegir entre lo divino y su contrario. Yo sólo soy un hombre, Padre, hijo del error original y la maldición que conlleva.
                                            Los girasoles ciegos. “Cuarta derrota”.

3.
   Nosotros no íbamos casi nunca al cine, pero, arrastrados por la autoridad física del hijo del carbonero, nos apostábamos junto a las puertas de zinc que se utilizaban para ventilar el patio de butacas.
   Escuchábamos con reverencia aquellos diálogos sin sentido y la música que envolvía aquellas voces sin comprender absolutamente nada, pero él, el hijo del carbonero cuyo nombre no recuerdo, saltaba de repente riendo nerviosamente y haciendo gestos que hoy tacharía de procaces pero entonces me parecían simplemente desvaríos.
   A través de él me llegaron los primeros conceptos de algo que tuve que ocultar a mis padres. Los secretos me unían a la gente como las raíces unen los árboles a la tierra. Nunca supe exactamente en qué consistía mi secreto, pero mientras otros niños creían en la Virgen o en Franco, o en el Papa o en la Patria, yo creía en mis secretos. Tenía la sensación de que me estaba haciendo sabio. Comencé a comprender frases escritas en los urinarios del colegio y a detectar el porqué de ciertos gestos reflejados en las carteleras de los cines, aunque al mismo tiempo surgió la idea de mi padre haciendo todo aquello con mi madre a mis espaldas. Que él se dejara crecer la barba, que ella se la recortara los días que encendían el fogón -y sólo ésos-, que él encaneciera, que ella se consumiera en una tristeza pegajosa y sombría, me parecían síntomas de que algo funesto se fraguaba en mi refugio. En aquel ovillo de moralidades, el cuerpo estaba proscrito y las sensaciones que a través de él percibíamos eran buenas si eran fruto del dolor o, a nada de placer que produjeran, eran malas. La salud tenía que ver con el sacrificio mientras que la enfermedad sobrevenía siempre por la satisfacción de los instintos. Algo se nos ocultaba a los niños, que no sabíamos qué hacer con nuestro cuerpo.
                                            Los girasoles ciegos. “Cuarta derrota”.