jueves, 22 de noviembre de 2012

COLUMNA PERIODÍSTICA. "Infidelidad". Rosa Montero

Rosa Montero

   En "El País":

Infidelidad

  
   La Reina se ha querellado contra una empresa de contactos, Ashley Madison, por utilizar su imagen en un fotomontaje: la pusieron abrazada a un joven de torso desnudo. A. M. es esa firma que promete facilitarte un adulterio discreto. También sacaron al Rey en una foto de infieles. Mucha gente a la que le repatea la monarquía encuentra esos anuncios graciosos, pero a mí los de A. M. me parecen unos cantamañanas y su publicidad tan chillona y zafia como el más cutre de los programas del corazón. Usar tu identidad para hacer el montaje que les dé la gana es inadmisible.
   Pero lo llamativo es que, según A. M., el negocio de la infidelidad parece ser el único que no está en crisis en España. Dicen que nuestro país es el más infiel de cuantos han trabajado y que tienen 800.000 clientes. Puede ser. Creo que la infidelidad es algo natural porque nace de la insatisfacción, ese rasgo esencial del ser humano; del deseo de ser otro, de escapar del encierro de la propia vida y conocer algo nuevo, de jugar a reinventarse. Y tal vez los amargos días que vivimos potencien esas ansias fuguistas. ¿Quién no ha sido infiel alguna vez, siquiera de pensamiento? Me temo que es sobre todo el miedo lo que impide que haya más adulterios. Y, aún así, hay muchísimos. Un estudio de Nordic Mist (2006) descubrió que el 37% de los hombres españoles y el 35% de las mujeres habían sido infieles a sus parejas. O sea, uno de cada tres, indistintamente del sexo: me encanta que se reviente el ñoño mito de la fidelidad femenina. Aún más: según un estudio hecho en 1999 por una firma de cosméticos italiana, las mujeres rejuvenecen con la infidelidad (el 47% se preocupan más de su aspecto, el 52% dicen que ganan equilibrio psicológico), mientras que los hombres se hacen polvo: el 32% se ven con más arrugas y se sienten muy culpables. La infidelidad: una alegría gratis para tiempos de crisis.
   ACTIVIDADES:
1. Tema y organización de ideas.
2. Resumen.
3. Comentario crítico.
5. Análisis sintáctico:
   "Creo que la infidelidad es algo natural porque nace de la insatisfacción".

lunes, 12 de noviembre de 2012

LITERATURA HISPANOAMERICANA. El "boom". "Las raíces y sus precursores".

Ilustración de José Hernández para 'El Aleph', de Jorge Luis Borges (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).

   En "El País":

Las raíces y los precursores

En 1962 coincidieron ocho libros clave. Fue el inicio del llamado “boom’ latinoamericano

Este artículo es el primero de una serie que analiza el impacto y legado de esas obras y sus autores

La literatura latinoamericana produjo grandes obras y autores antes del boom

 Barcelona 12 NOV 2012

Seguramente, lo peor de la expresión boom no es que sea un barbarismo sino que responde a un entusiasta error de percepción que llevamos camino de perpetuar. Cuando La ciudad y los perros obtuvo el Premio Biblioteca Breve de 1962, un miembro del jurado, José María Valverde, declaró: “Es la mejor novela española desde Don Segundo Sombra”. Esas palabras y su ratificación se reprodujeron en forma de un prologuillo que, impreso en páginas anaranjadas, acompañó la primera edición de la novela de Mario Vargas Llosa.
¿Era posible que entre 1926 y 1962 no hubiera habido una novela americana en lengua española que pudiera parangonarse con una y otra? Sin moverse de la Argentina natal de Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra, y del mismo año de 1926 hallamos El juguete rabioso, que quizá sea la mejor novela de Roberto Artl, y Cuentos para una inglesa desesperada, que fue la revelación del joven Eduardo Mallea.
Y si abusamos de la vecindad rioplatense, todavía podríamos añadir los espléndidos cuentos de Los desterrados, del uruguayo Horacio Quiroga. Si miramos un poco hacia atrás, el año de 1924 ofreció La vorágine, de José Eustasio Rivera, referencia de la novela del selva, entre el arrebato y la denuncia, y si lo hacemos hacia adelante, el año de 1929 trajo dos estupendas narraciones venezolanas, la criollísima Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos (que Cela remedaría en La catira, por cuenta del dictador Marcos Pérez Jiménez), y la joya intimista de Teresa de la Parra, Memorias de Mamá Blanca, obra de una distinguida señorita que leía a Valle-Inclán cuando estudiaba en un colegio del Sagrado Corazón, de Godella (Valencia).
En 1933 —año de Écue-Yamba-O y Pedro Blanco, el negrero, de los cubanos Alejo Carpentier y Lino Novás Blanco (que era gallego de origen)—, un ensayista peruano y miembro del APRA, Luis Alberto Sánchez, propuso el título de un libro provocativo, América: novela sin novelistas. Pero aquel laborioso costalero del concepto de literatura americana sabía muy bien que no era así…

La litera

En 1926 hubiera sido impensable la gaffe de Valverde porque muchos de los grandes libros americanos se habían impreso en España, el trasiego de viajeros transoceánicos era continuo y había críticos avisados. En España vivieron y publicaban los mexicanos Amado Nervo y Alfonso Reyes, habían residido Jorge Luis Borges, Augusto d'Halmar, Carlos Reyles y Vicente Huidobro, y si París era el imán de todos, Madrid o Barcelona podían ser un sucedáneo fácil. Desde los tiempos de Rubén Darío, los americanos miraron con benevolente superioridad a sus colegas peninsulares. En 1921, el joven peruano Alberto Guillén publicó un libro de entrevistas, La linterna de Diógenes, que no dejó títere con cabeza entre los escritores españoles del momento (Baroja y Azorín, sobre todo), aunque algunos (Pérez de Ayala) le rieron las gracias iconoclastas que, a veces, acertaban. Un poco antes, el editor de Hidalgo, Rufino Blanco Fombona, un pomposo escritor venezolano afincado en Madrid, había hecho algo parecido en las notículas de La lámpara de Aladino (1915). Y en 1927, Guillermo de Torre y Ernesto Giménez Caballero armaron un lío monumental cuando el primero reivindicó en La Gaceta Literaria (revista que reseñaba con tino todas las novedades americanas) un lema arriesgado, que todas las publicaciones americanas refutaron: “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”.
Algo después de la rebatiña, en 1930, el conciliador ensayista dominicano Max Henríquez Ureña escribió un ensayo que daba nombre certero al intercambio de iguales: El retorno de los galeones. Miguel Ángel Asturias, que andaba estudiando etnología precolombina en París, publicó ese año Leyendas de Guatemala y tres más tarde, tenía ya escrito El señor presidente, que vio la luz en 1946. Y llegaron a España revolucionarios como los peruanos César Falcón y Rosa Arciniega y también César Vallejo y Pablo Neruda, que, en la huella de Huidobro, ejercieron un ascendente similar al de Darío en 1900.
Lo que vino luego fue el apagón que indujo la sombra siniestra de la Guerra Civil. Ante el franquismo, los americanos más significativos rompieron amarras con aquella desastrada Madre Patria y cobraron alguna importancia los pocos que eran favorables al franquismo: el viejo y errático José Vasconcelos, el impenitente Enrique Larreta y el católico y nazi Hugo Wast, así como el despistado fascistoide Pablo Antonio Cuadra o el juanrramoniano Eduardo Carranza, cuyos nombres decoraron el Instituto de Cultura Hispánica de 1946. En la España de entonces se seguía asignando a la literatura americana la función que ya Unamuno había solicitado en sus reseñas de libros para La Lectura a comienzos del siglo: el nativismo, lo folclórico, lo elemental y directo. Pero en la América de 1945 todo había cambiado. El latinoamericanismo resultó una invención fecunda: lo proclamó en 1949 Alejo Carpentier con su invención de lo real maravilloso y le dio cuerpo político urbi et orbi el Canto general (1950), de Pablo Neruda, donde la España inmemorial no salió muy bien parada. Hasta bien entrados los años sesenta los lectores españoles fueron tributarios de las excelentes ediciones argentinas que Losada, Sudamericana o Emecé hicieron de Joyce, Sartre o Faulkner, pero nadie leía los libros americanos de los mismos sellos, o del mexicano Fondo de Cultura Económica. Y nos perdíamos a Marco Denevi, Adolfo Bioy Casares, Arturo Uslar Pietri, Rosario Castellanos o Agustín Yáñez.
Apreciamos buenas novelas indigenistas y elementales como El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, o Huasipungo, de Jorge Icaza, pero casi nadie supo de la perturbadora narración urbana El túnel, de Sábato, ni del nativismo simbólico de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, ni de la existencia de un lugar llamado Santa María, que había inventado Juan Carlos Onetti, todos en los años cincuenta. Ni siquiera se reconoció la maestría de Jorge Luis Borges, cuyo éxito internacional debió más a los franceses que a nosotros.
No había boom en 1962 y, a despecho de José María Valverde, que tantas otras cosas sabía y le debemos, sí hubo novelistas —y hubo novela: un designio general de hacerla— entre 1926 y aquella fecha. En ella, por ejemplo, se imprimió Sudeste, de Haroldo Conti, la enjuta y fascinante novela del delta del Paraná. Y Julio Cortázar dio Historias de cronopios y de famas; Alejo Carpentier, El siglo de las luces en edición mexicana, y Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz y Aura. Y es que las máquinas de escribir en México o La Habana, Bogotá o Caracas, en Lima, Santiago o Buenos Aires, echaban humo. Y, cuatro años después, el chileno Luis Harss acertó a darle un título a todo ello: eran Los nuestros

La literatura que cambió el español

1962 fue un año prodigioso para la literatura en español. En América Latina se celebró el Congreso de Intelectuales y se publicaron ocho libros clave: desde El siglo de las luces, de Carpentier, o La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes, pasando por el premio Biblioteca Breve a La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Por eso es considerado el punto de arranque de lo que ha pasado a la historia como Boom.
Un motivo por el cual EL PAÍS publicará esta semana un especial en la edición impresa y digital titulado 50 años del Boom: La literatura que cambió el español. Escritores, críticos y periodistas de España y América Latina harán un recorrido por las raíces, los precursores, las influencias y la trascendencia de esos libros y escritores, así como la manera en que cambió el negocio de la edición. Además de dos grandes encuestas: una con los lectores a través y el último día con una veintena de escritores y críticos de medio mundo.

Hitos de la LITERATURA LATINOMERICANA

   En "El País":

Hitos de la literatura latinoamericana

Un panorama sobre algunos de los principales libros latinoamericanos antes del boom

9 NOV 2012 

Durante todo el siglo XX y hasta antes de la eclosión del llamado Boom en 1962, América Latina produjo grandes obras literarias, aunque muchas de ellas no tuvieran el reconocimiento en su momento, y otras tantas fueran redescubiertas gracias al fenómeno literario de los años sesenta. Si el siglo XX empezó bajo la gran presencia de Rubén Darío, luego se diversificó, enriqueció y exploró al encadenar una serie de novelas, cuentos, ensayos y poemarios que marcaron la literatura en español y sirvieron de base a la literatura por venir. Los siguientes son algunos de esos libros:
1918 Los heraldos negros. César Vallejo

Cuentos de la selva. Horacio Quiroga
1920 El hombre muerto. Horacio Quiroga
1922. Trilce. César Vallejo
1924La vorágine. José Eustasio Rivera
Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pablo Neruda
1926Don Segundo sombra. Ricardo Güiraldes
El juguete rabioso. Roberto Arlt
Cuentos para una inglesa desesperada. Eduardo Mallea

Los desterrados. Horacio Quiroga
1929. Doña Bárbara. Rómulo Gallegos
1930Leyendas de Guatemala. Miguel Ángel Asturias
1931. Altazor. Vicente Huidobro
Las lanzas coloradas. Arturo Uslar Pietri
1933. Écue-Yamba.O. Alejo Carpentier
Luna silvestre. Octavio Paz
Pedro Blanco. Lino Navás Calvo
1934. Huasipungo. Jorge Icaza
Canaima. Rómulo Gallegos
1935. Historia universal de la infamia. Jorge Luis Borges

Residencia en la tierra. Pablo Neruda
La ciudad junto al río inmóvil. Eduardo Mallea
1937Muerte de Narciso. José Lezama Lima
1938. Tala. Gabriela Mistral
1941Entre la piedra y la flor. Octavio Paz
El mundo es ancho y ajeno. Ciro Alegría
1944. Ficciones. Jorge Luis Borges
1946. El señor presidente. Miguel Ángel Asturias

1947 Al filo del agua. Agustín Yáñez
1948. El túnel. Ernesto Sábato
1949. El reino de este mundo. Alejo Carpentier
Hombres de maíz. Miguel Ángel Asturias
Libertad bajo palabra. Octavio Paz
1950. Canto general. Pablo Neruda
El laberinto de la soledad. Octavio Paz
La vida breve. Juan Carlos Onetti
1952 Confabulario. Juan José Arreola
1953. El llano en llamas. Juan Rulfo
Los pasos perdidos. Alejo Carpentier

1954. Lagar. Gabriela Mistral
1955Pedro Páramo. Juan Rulfo
Los gallinazos sin plumas. Julio Ramón Ribeyro
1957. Coronación. José Donoso
1958. La región más transparente.Carlos Fuentes
1959. Obras completas (y otros cuentos). Augusto Monterroso
1960La tregua. Mario Benedetti
Los premios. Julio Cortázar
Hijo de hombre. Augusto Roa Bastos
Así en la paz como en la guerra. Guillermo Cabrera Infante
Crónica de san Gabriel. Julio Ramón Ribeyro
1961El astillero. Juan Carlos Onetti
Sobre héroes y tumbas. Ernesto Sabato
El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez
CONTINÚA...