domingo, 20 de octubre de 2013

POESÍA. Antología poética de Federico García Lorca

Federico García Lorca

   Del libro Canciones

CANCIÓN DE JINETE
En la luna negra 
de los bandoleros, 
cantan las espuelas. 

Caballito negro. 
¿Dónde llevas tu jinete muerto? 

...Las duras espuelas 
del bandido inmóvil 
que perdió las riendas. 

Caballito frío. 
¡Qué perfume de flor de cuchillo! 

En la luna negra, 
sangraba el costado 
de Sierra Morena. 

Caballito negro. 
¿Dónde llevas tu jinete muerto? 

La noche espolea 
sus negros ijares 
clavándose estrellas. 

Caballito frío. 
¡Qué perfume de flor de cuchillo! 

En la luna negra, 
¡un grito! y el cuerno 
largo de la hoguera. 

Caballito negro. 
¿Dónde llevas tu jinete muerto?

CANCIÓN DE JINETE
Córdoba.
Lejana y sola.

Jaca negra, luna grande,
y aceitunas en mi alforja.
Aunque sepa los caminos,
yo nunca llegaré a Córdoba.
Por el llano, por el viento,
jaca negra, luna roja.
La muerte me está mirando
desde las torres de Córdoba.

¡Ay qué camino tan largo!
¡Ay mi jaca valerosa!
¡Ay que la muerte me espera,
antes de llegar a Córdoba!

Córdoba.
Lejana y sola.

     Del Romancero gitano

Romance de la luna luna

La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño, déjame, no pises
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

Cómo canta la zumaya,
¡ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.


Romance de la pena negra

Las piquetas de los gallos 
cavan buscando la aurora, 
cuando por el monte oscuro 
baja Soledad Montoya. 
Cobre amarillo, su carne, 
huele a caballo y a sombra. 
Yunques ahumados sus pechos, 
gimen canciones redondas. 
Soledad, ¿por quién preguntas 
sin compaña y a estas horas? 
Pregunte por quien pregunte, 
dime: ¿a ti qué se te importa? 
Vengo a buscar lo que busco, 
mi alegría y mi persona. 
Soledad de mis pesares, 
caballo que se desboca, 
al fin encuentra la mar 
y se lo tragan las olas. 
No me recuerdes el mar, 
que la pena negra brota 
en las tierras de aceituna 
bajo el rumor de las hojas. 
¡Soledad, qué pena tienes! 
¡Qué pena tan lastimosa! 
Lloras zumo de limón 
agrio de espera y de boca. 
¡Qué pena tan grande! Corro 
mi casa como una loca, 
mis dos trenzas por el suelo, 
de la cocina a la alcoba. 
¡Qué pena! Me estoy poniendo 
de azabache carne y ropa. 
¡Ay, mis camisas de hilo! 
¡Ay, mis muslos de amapola! 
Soledad: lava tu cuerpo 
con agua de las alondras, 
y deja tu corazón 
en paz, Soledad Montoya. 

                     * 

Por abajo canta el río: 
volante de cielo y hojas. 
Con flores de calabaza, 
la nueva luz se corona. 
¡Oh pena de los gitanos! 
Pena limpia y siempre sola. 
¡Oh pena de cauce oculto 
y madrugada remota!


De Poema del cante jondo


La guitarra
Empieza el llanto
de la guitarra.
Se rompen las copas
de la madrugada.
Empieza el llanto
de la guitarra.
Es inútil
callarla.
Es imposible
callarla.
Llora monótona
como llora el agua,
como llora el viento
sobre la nevada.
Es imposible
callarla.
Llora por cosas
lejanas.
Arena del Sur caliente
que pide camelias blancas.
Llora flecha sin blanco,
la tarde sin mañana,
y el primer pájaro muerto
sobre la rama.
¡Oh, guitarra!
Corazón malherido
por cinco espadas.

Sorpresa

Muerto se quedó en la calle 
con un puñal en el pecho. 
No lo conocía nadie. 

¡Cómo temblaba el farol! 
Madre. 
¡Cómo temblaba el farolito 
de la calle! 

Era madrugada. Nadie 
pudo asomarse a sus ojos 
abiertos al duro aire. 

Que muerto se quedó en la calle 
que con un puñal en el pecho 
y que no lo conocía nadie.


De Poeta en Nueva York

La aurora

La aurora de Nueva York tiene 
cuatro columnas de cieno
 
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime
 
por las inmensas escaleras
 
buscando entre las aristas
 
nardos de angustia dibujada.
 

La aurora llega y nadie la recibe en su boca
 
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
 
A veces las monedas en enjambres furiosos
 
taladran y devoran abandonados niños.
 

Los primeros que salen comprenden con sus huesos
 
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
 
saben que van al cieno de números y leyes,
 
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
 

La luz es sepultada por cadenas y ruidos
 
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
 
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
 


New York
Oficina y denuncia


Debajo de las multiplicaciones 
hay una gota de sangre de pato.
 
Debajo de las divisiones
 
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
 
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
 
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
 
Y los anteojos para la sabiduría,
 
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
 
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
 
Todos los días se matan en New York
 
cuatro millones de patos,
 
cinco millones de cerdos,
 
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
 
un millón de corderos
 
y dos millones de gallos
 
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
 
o asesinar a los perros
 
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
 
los interminables trenes de leche,
 
los interminables trenes de sangre,
 
y los trenes de rosas maniatadas
 
por los comerciantes de perfumes.
 
Los patos y las palomas
 
y los cerdos y los corderos
 
ponen sus gotas de sangre
 
debajo de las multiplicaciones,
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
 
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
 
que ignora la otra mitad,
 
la mitad irredimible
 
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
 
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
 
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
 
La otra mitad me escucha
 
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
 
que llevan frágiles palitos
 
a los huecos donde se oxidan
 
las antenas de los insectos.
 
No es el infierno, es la calle.
 
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
 
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
 
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
 
Óxido, fermento, tierra estremecida.
 
Tierra tú mismo que nadas
 
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera
 y bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
 
de estas desiertas oficinas
 
que no radian las agonías,
 
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.


Del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías

LA SANGRE DERRAMADA (2)

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.

No.

¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!

Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

¡Que no quiero verla!

Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.

¡Yo no quiero verla!


CUERPO PRESENTE (3)

La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve
se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos;
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.

Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.

No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!



De Diván del Tamarit

Gacela del amor desesperado

La noche no quiere venir 
para que tú no vengas,
 
ni yo pueda ir.
 

Pero yo iré,
 
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
 

Pero tú vendrás
 
con la lengua quemada por la lluvia de sal.
 

El día no quiere venir
 
para que tú no vengas,
 
ni yo pueda ir.
 

Pero yo iré
 
entregando a los sapos mi mordido clavel.
 

Pero tú vendrás
 
por las turbias cloacas de la oscuridad.
 

Ni la noche ni el día quieren venir
 
para que por ti muera
 
y tú mueras por mí.
 


Gacela de la raíz amarga

Hay una raíz amarga 
y un mundo de mil terrazas.
 

Ni la mano más pequeña
 
quiebra la puerta del agua.
 

¿Dónde vas, adónde, dónde?
 
Hay un cielo de mil ventanas
 
-batalla de abejas lívidas-
 
y hay una raíz amarga.
 

Amarga.
 

Duele en la planta del pie
 
el interior de la cara,
 
y duele en el tronco fresco
 
de noche recién cortada.
 

¡Amor, enemigo mío,
 
muerde tu raíz amarga!
 


De Sonetos del amor oscuro

Soneto de la carta
Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mi quiero perderte. 


El aire es inmortal, la piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte. 


Pero yo te sufrí, rasgué mis venas,
tigre y paloma sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas. 


Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.

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