1.
Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.
Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: "Deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor, y con final feliz". Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel del malecón.
Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama.
Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda.
-¿Tú lees? -preguntó.
-Sí. Pero despacito -contestó la mujer.
-¿Y cuáles son los libros que más te gustan?
-Las novelas de amor -respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar.
A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos novelas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza frente al río Nangaritza.
El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban.
Cap. 2. Págs. 32-33
2.
Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo.
No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de sus mujeres para mayor orgullo de su casta y de su casa.
La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adornaba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún momento de entonar anents, poemas nasales que describían la belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la magia de la descripción.
Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.
-Nadie consigue atar un trueno, y nadie consigue apropiarse de los cielos del otro en el momento del abandono.
Así le explicó una vez el compadre Nushiño.
Cap. 3. Págs. 51-52
3.
Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podido pensar que el tiempo esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas lenguas avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva.
Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad. Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándose de los extraños que aparecían ocupando las riberas del Nangaritza.
Llegaban más colonos, ahora llamados con promesas de desarrollo ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ritual y, por ende, la degeneración de los más débiles. Y, sobre todo, aumentaba la peste de los buscadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos los confines sin otro norte que una riqueza rápida.
Los shuar se movían hacia el oriente buscando la intimidad de las selvas impenetrables.
Cap. 3. Págs. 52-53
4.
En esa misma ocasión el Sucre desembarcó a una pareja de funcionarios estatales, quienes al instalarse con una mesa bajo el portal de la alcaldía fueron tomados por recaudadores de algún nuevo impuesto.
El alcalde se vio obligado a usar todo su escaso poder de convicción para arrastrar a los escurridizos lugareños hasta la mesa gubernamental. Ahí, los dos aburridos, emisarios del poder recogían los sufragios secretos de los habitantes de El Idilio, con motivo de unas elecciones presidenciales que habrían de celebrarse un mes más tarde.
Antonio José Bolívar llegó también hasta la mesa.
-¿Sabes leer? -le preguntaron.
-No me acuerdo.
-A ver. ¿Qué dice aquí?
Desconfiado, acercó el rostro hasta el papel que le tendían, y se asombró de ser capaz de descifrar los signos oscuros.
-El se-ñor-señor-can-di-da-to-candidato.
-¿Sabes?, tienes derecho a voto.
-¿Derecho a qué?
-A voto. Al sufragio universal y secreto. A elegir democráticamente entre los tres candidatos que aspiren a la primera magistratura. ¿Entiendes?
-Ni una palabra. ¿Cuánto me cuesta ese derecho?
-Nada, hombre. Por algo es un derecho.
-¿Y a quién tengo que votar?
-A quién va a ser. A su excelencia, el candidato del pueblo.
Antonio José Bolívar votó al elegido y, a cambio del ejercicio de su derecho, recibió una botella de Frontera.
Sabía leer.
Fue el descubrimiento más importante de toda su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer.
Cap. 4. Págs. 61-62
5.
Una vez vendidos los micos y los loros, la maestra le enseñó su biblioteca.
Se emocionó de ver tanto libro junto. La maestra poseía unos cincuenta volúmenes ordenados en un armario de tablas, y se entregó a la placentera tarea de revisarlos ayudado por la lupa recién adquirida.
Fueron cinco meses durante los cuales formó y pulió sus preferencias de lector, al mismo tiempo que se llenaba de dudas y respuestas.
Al revisar los textos de geometría se preguntaba si verdaderamente valía la pena saber leer, y de esos libros guardó una frase larga que soltaba en los momentos de mal humor: "La hipotenusa es el lado opuesto al ángulo recto en un triángulo rectángulo". Frase que más tarde causaba estupor entre los habitantes de El Idilio, y la recibían como un trabalenguas absurdo o una abjuración incontestable.
Los textos de historia le parecieron un corolario de mentiras. ¿Cómo era posible que esos señoritos pálidos, con guantes hasta los codos y apretados calzones de funámbulo, fueran capaces de ganar batallas? Bastaba verlos con los bucles bien cuidados, mecidos por el viento, para darse cuenta de que aquellos tipos no eran capaces de matar una mosca. De tal manera que los episodios históricos fueron desechados de sus gustos de lector.
Edmundo D'Amicis y Corazón lo mantuvieron ocupado casi la mitad de su estadía en El Dorado. Por ahí marcha el asunto. Ese era un libro que se pegaba a las manos y los ojos le hacían quites al cansancio para seguir leyendo, pero tanto va el cántaro al agua que una tarde se dijo que tanto sufrimiento no podía ser posible y tanta mala pata no entraba en un solo cuerpo. Había de ser muy cabrón para deleitarse haciendo sufrir de esa manera a un pobre chico como El Pequeño Lombardo, y, por fin, luego de revisar toda la biblioteca, encontró aquello que realmente deseaba.
El Rosario, de Florence Barclay, contenía amor, amor por todas partes. Los personajes sufrían y mezclaban la dicha con los padecimientos de una manera tan bella, que la lupa se le empañaba de lágrimas.
La maestra, no del todo conforme con sus preferencias de lector, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el dentista, libros que esperaban insinuantes y horizontales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desordenado a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar Proaño prefería no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos para llenarlos con las dichas y los tormentos de amores más prolongados que el tiempo.
Cap. 4. Págs. 70-71
6.
Hacía varios años desde la mañana en que al muelle de El Idilio arribó una embarcación nunca antes vista. Una lancha plana de motor que permitía viajar cómodamente a unas ocho personas, sentadas de dos en dos, no como en la entumecedora fila india de los viajes en canoa.
En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permanecieron adulando y atosigando de whisky al alcalde varios días, hasta que el gordo, muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor conocedor de la amazonia.
El gordo apestaba a trago y no dejaba de nombrarlo su amigo y colaborador, mientras los gringos los fotografiaban, y no sólo a ellos, a todo lo que se pusiera frente a sus cámaras.
Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió en comprar el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió a descolgar el retrato y lo metió en su mochila, dejándole a cambio un puñado de billetes encima de la mesa.
Le costó sobreponerse a la bronca y sacar el habla.
-Dígale al hijo de puta que, como no deje el retrato en donde estaba, le meto los dos cartuchos de la escopeta y le vuelo los huevos. Y conste que siempre la tengo cargada.
Los intrusos entendían castellano, y no precisaron que el gordo les detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, arguyó que los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los ecuatorianos, y especialmente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y que si se trataba de llevarse buenos recuerdos él mismo se encargaría de proporcionárselos.
En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.
-Viejo pendejo. Me estás haciendo perder un gran negocio. Los dos estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿Qué más quieres?
-Que se marchen. No hago negocios con quienes no saben respetar la casa ajena.
Cap. 6. Págs. 86-87
7.
Vamos viendo, Antonio José Bolívar. ¿Qué te pasa?
No es la primera vez que te enfrentas a una bestia enloquecida. ¿Qué es lo que te impacienta? ¿La espera? ¿Preferirías verla aparecer ahora mismo derribando la puerta y tener un desenlace rápido? No ocurrirá. Sabes que ningún animal es tan necio como para invadir una guarida extraña. ¿Y por qué estás tan seguro de que la hembra te buscará a ti, precisamente? ¿No piensas que la bestia, con toda la inteligencia que ha demostrado, puede decidirse por el grupo de hombres? Puede seguirlos y eliminarlos uno por uno antes de que lleguen a El Idilio. Sabes que puede hacerlo y debiste advertírselo, decirles: "No se separen ni un metro. No duerman, pernocten despiertos y siempre a la orilla del río". Sabes que aun así para la bestia sería fácil emboscarlos, dar el salto, uno al suelo con el gaznate abierto, y antes de que los demás se repongan del pánico ella estará oculta, preparando el siguiente ataque. ¿Crees que la tigrilla te siente un ser igual? No seas vanidoso, Antonio José Bolívar. Recuerda que no eres un cazador, porque tú mismo has rechazado siempre ese calificativo, y los felinos siguen al verdadero cazador, al olor a miedo y a verga parada que los cazadores auténticos emanan. Tú no eres un cazador. Muchas veces los habitantes de El Idilio hablan de ti llamándote el Cazador, y les respondes que eso no es cierto, porque los cazadores matan para vencer un miedo que los enloquece y los pudre por dentro. ¿Cuántas veces has visto aparecer grupos de individuos afiebrados, bien armados, internándose en la selva? A las pocas semanas reaparecen con fardos de pieles de osos hormigueros, nutrias, mieleros, boas, lagartos, pequeños gatos de monte, pero jamás con los restos de un verdadero contrincante como la hembra que esperas. Tú los has visto emborracharse junto a los hatos de pieles para disimular el miedo que les inspira la certeza de saber que el enemigo digno los vio, los olió y los despreció en la inmensidad selvática.
Cap. 8. Págs. 119-120
8.
Frente a él, algo se movía en el aire, en el follaje, sobre la superficie del agua quieta, en el fondo mismo del río. Algo que parecía tener todas las formas, y nutrirse al mismo tiempo de todas ellas. Cambiaba incesantemente, sin permitir que los ojos alucinados se acostumbrasen a una. De pronto asumía el volumen de un papagayo, pasaba a ser un bagre guacamayo saltando con la boca abierta y se tragaba la luna, y al caer al agua lo hacía con la brutalidad de una quebrantahuesos desplomándose sobre un hombre. Ese algo carecía de forma precisa, definible, y tomara lo que tomara siempre permanecían en él los inalterables brillantes ojos amarillos.
-Es tu propia muerte disfrazándose para sorprenderte. Si lo hace, es porque todavía no te llega el momento de marcharte. Cázala -le ordenaba el brujo shuar, masajeando su aterrado cuerpo con puñados de ceniza fría.
Y la forma de ojos amarillos se movía en todas direcciones. Se alejaba hasta ser tragada por la difusa y siempre cercana línea verde del horizonte, y al hacerlo los pájaros volvían a revolotear con sus mensajes de bienestar y plenitud. Pero pasado un tiempo reaparecía en una nube negra bajando rauda, y una lluvia de inalterables ojos amarillos caía sobre la selva prendiéndose de los ramajes y las lianas, encendiendo la jungla con una tonalidad amarilla incandescente que lo arrastraba de nuevo al frenesí del miedo y de las fiebres. Él quería gritar, pero los roedores del pánico le destrozaban a dentelladas la lengua. Él quería correr, pero las delgadas serpientes voladoras le ataban las piernas. Él quería llegar a su choza y meterse en el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo y abandonar esos parajes de ferocidad. Pero los ojos amarillos estaban en todas partes cortándole el camino, en todas partes al mismo tiempo, como ahora, que los sentía arriba de la canoa, y ésta se movía, oscilaba con el peso de aquel cuerpo caminando sobre su epidermis de madera.
Contuvo la respiración para saber qué ocurría.
No. No permanecía en el mundo de los sueños. La hembra estaba efectivamente arriba, paseándose, y como la madera era muy lisa, pulida por el agua incesante, el animal se valía de las garras para sujetarse caminando de proa a popa, entregándole el cercano sonido de su respiración ansiosa.
Cap. 8. Págs. 132-133
9.
Antonio José Bolívar Proaño se incorporó lentamente. Se acercó al animal muerto y se estremeció al ver que la doble carga la había destrozado. El pecho era un cardenal gigantesco y por la espalda asomaban restos de tripas y pulmones deshechos.
Era más grande de lo que había pensado al verla por primera vez. Flaca y todo, era un animal soberbio, hermoso, una obra maestra de gallardía imposible de reproducir ni con el pensamiento.
El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.
Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rápidos donde sería destrozado por puñales de piedra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.
En seguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.
Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonía, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza, y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.
Cap. 8. Págs. 136-137
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