Federico García Lorca
Del libro Canciones
CANCIÓN DE JINETE
En la luna negra
de los bandoleros,
cantan las espuelas.
Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?
...Las duras espuelas
del bandido inmóvil
que perdió las riendas.
Caballito frío.
¡Qué perfume de flor de cuchillo!
En la luna negra,
sangraba el costado
de Sierra Morena.
Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?
La noche espolea
sus negros ijares
clavándose estrellas.
Caballito frío.
¡Qué perfume de flor de cuchillo!
En la luna negra,
¡un grito! y el cuerno
largo de la hoguera.
Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?
de los bandoleros,
cantan las espuelas.
Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?
...Las duras espuelas
del bandido inmóvil
que perdió las riendas.
Caballito frío.
¡Qué perfume de flor de cuchillo!
En la luna negra,
sangraba el costado
de Sierra Morena.
Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?
La noche espolea
sus negros ijares
clavándose estrellas.
Caballito frío.
¡Qué perfume de flor de cuchillo!
En la luna negra,
¡un grito! y el cuerno
largo de la hoguera.
Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?
CANCIÓN DE JINETE
Córdoba.
Lejana y sola.
Lejana y sola.
Jaca negra, luna grande,
y aceitunas en mi alforja.
Aunque sepa los caminos,
yo nunca llegaré a Córdoba.
y aceitunas en mi alforja.
Aunque sepa los caminos,
yo nunca llegaré a Córdoba.
Por el llano, por el viento,
jaca negra, luna roja.
La muerte me está mirando
desde las torres de Córdoba.
jaca negra, luna roja.
La muerte me está mirando
desde las torres de Córdoba.
¡Ay qué camino tan largo!
¡Ay mi jaca valerosa!
¡Ay que la muerte me espera,
antes de llegar a Córdoba!
¡Ay mi jaca valerosa!
¡Ay que la muerte me espera,
antes de llegar a Córdoba!
Córdoba.
Lejana y sola.
Lejana y sola.
Del Romancero
gitano
Romance
de la luna luna
La luna vino a la
fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño, déjame, no pises
mi blancor almidonado.
El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.
Cómo canta la zumaya,
¡ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.
Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.
Romance
de la pena negra
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne,
huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas.
Soledad, ¿por quién preguntas
sin compaña y a estas horas?
Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?
Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca,
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
No me recuerdes el mar,
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!
Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.
¡Qué pena tan grande! Corro
mi casa como una loca,
mis dos trenzas por el suelo,
de la cocina a la alcoba.
¡Qué pena! Me estoy poniendo
de azabache carne y ropa.
¡Ay, mis camisas de hilo!
¡Ay, mis muslos de amapola!
Soledad: lava tu cuerpo
con agua de las alondras,
y deja tu corazón
en paz, Soledad Montoya.
*
Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza,
la nueva luz se corona.
¡Oh pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh pena de cauce oculto
y madrugada remota!
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne,
huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas.
Soledad, ¿por quién preguntas
sin compaña y a estas horas?
Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?
Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca,
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
No me recuerdes el mar,
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!
Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.
¡Qué pena tan grande! Corro
mi casa como una loca,
mis dos trenzas por el suelo,
de la cocina a la alcoba.
¡Qué pena! Me estoy poniendo
de azabache carne y ropa.
¡Ay, mis camisas de hilo!
¡Ay, mis muslos de amapola!
Soledad: lava tu cuerpo
con agua de las alondras,
y deja tu corazón
en paz, Soledad Montoya.
*
Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza,
la nueva luz se corona.
¡Oh pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh pena de cauce oculto
y madrugada remota!
De Poema del cante jondo
La guitarra
Empieza el llanto
de la guitarra.
Se rompen las copas
de la madrugada.
Empieza el llanto
de la guitarra.
Es inútil
callarla.
Es imposible
callarla.
Llora monótona
como llora el agua,
como llora el viento
sobre la nevada.
Es imposible
callarla.
Llora por cosas
lejanas.
Arena del Sur caliente
que pide camelias blancas.
Llora flecha sin blanco,
la tarde sin mañana,
y el primer pájaro muerto
sobre la rama.
¡Oh, guitarra!
Corazón malherido
por cinco espadas.
Sorpresa
Muerto se quedó en la calle
con un puñal en el pecho.
No lo conocía nadie.
¡Cómo temblaba el farol!
Madre.
¡Cómo temblaba el farolito
de la calle!
Era madrugada. Nadie
pudo asomarse a sus ojos
abiertos al duro aire.
Que muerto se quedó en la calle
que con un puñal en el pecho
y que no lo conocía nadie.
con un puñal en el pecho.
No lo conocía nadie.
¡Cómo temblaba el farol!
Madre.
¡Cómo temblaba el farolito
de la calle!
Era madrugada. Nadie
pudo asomarse a sus ojos
abiertos al duro aire.
Que muerto se quedó en la calle
que con un puñal en el pecho
y que no lo conocía nadie.
De Poeta en Nueva York
La aurora
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
New York
Oficina y denuncia
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones,
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Oficina y denuncia
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones,
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías
LA SANGRE
DERRAMADA (2)
¡Que
no quiero verla!
Dile
a la luna que venga,
que
no quiero ver la sangre
de
Ignacio sobre la arena.
¡Que
no quiero verla!
La
luna de par en par,
caballo
de nubes quietas,
y
la plaza gris del sueño
con
sauces en las barreras
¡Que
no quiero verla!
Que
mi recuerdo se quema.
¡Avisad
a los jazmines
con
su blancura pequeña!
¡Que
no quiero verla!
La
vaca del viejo mundo
pasaba
su triste lengua
sobre
un hocico de sangres
derramadas
en la arena,
y
los toros de Guisando,
casi
muerte y casi piedra,
mugieron
como dos siglos
hartos
de pisar la tierra.
No.
¡Que
no quiero verla!
Por
las gradas sube Ignacio
con
toda su muerte a cuestas.
Buscaba
el amanecer,
y
el amanecer no era.
Busca
su perfil seguro,
y
el sueño lo desorienta.
Buscaba
su hermoso cuerpo
y
encontró su sangre abierta.
¡No
me digáis que la vea!
No
quiero sentir el chorro
cada
vez con menos fuerza;
ese
chorro que ilumina
los
tendidos y se vuelca
sobre
la pana y el cuero
de
muchedumbre sedienta.
¡Quién
me grita que me asome!
¡No
me digáis que la vea!
No
se cerraron sus ojos
cuando
vio los cuernos cerca,
pero
las madres terribles
levantaron
la cabeza.
Y
a través de las ganaderías,
hubo
un aire de voces secretas
que
gritaban a toros celestes,
mayorales
de pálida niebla.
No
hubo príncipe en Sevilla
que
comparársele pueda,
ni
espada como su espada,
ni
corazón tan de veras.
Como
un río de leones
su
maravillosa fuerza,
y
como un torso de mármol
su
dibujada prudencia.
Aire
de Roma andaluza
le
doraba la cabeza
donde
su risa era un nardo
de
sal y de inteligencia.
¡Qué
gran torero en la plaza!
¡Qué
gran serrano en la sierra!
¡Qué
blando con las espigas!
¡Qué
duro con las espuelas!
¡Qué
tierno con el rocío!
¡Qué
deslumbrante en la feria!
¡Qué
tremendo con las últimas
banderillas
de tiniebla!
Pero
ya duerme sin fin.
Ya
los musgos y la hierba
abren
con dedos seguros
la
flor de su calavera.
Y
su sangre ya viene cantando:
cantando
por marismas y praderas,
resbalando
por cuernos ateridos
vacilando
sin alma por la niebla,
tropezando
con miles de pezuñas
como
una larga, oscura, triste lengua,
para
formar un charco de agonía
junto
al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh
blanco muro de España!
¡Oh
negro toro de pena!
¡Oh
sangre dura de Ignacio!
¡Oh
ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que
no quiero verla!
Que
no hay cáliz que la contenga,
que no hay
golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de
luz que la enfríe,
no hay canto ni
diluvio de azucenas,
no hay cristal que
la cubra de plata.
No.
¡Yo no quiero
verla!
CUERPO PRESENTE (3)
La piedra es una frente donde los
sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses
helados.
La piedra es una espalda para llevar
al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y
planetas.
Yo he visto lluvias grises correr
hacia las olas
levantando sus tiernos brazos
acribillados,
para no ser cazadas por la piedra
tendida
que desata sus miembros sin empapar
la sangre.
Porque la piedra coge simientes y
nublados,
esqueletos de alondras y lobos de
penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni
fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas
sin muros.
Ya está sobre la piedra Ignacio el
bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad
su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos
azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro
minotauro.
Ya se acabó. La lluvia penetra por
su boca.
El aire como loco deja su pecho
hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de
nieve
se calienta en la cumbre de las
ganaderías.
¿Qué dicen? Un silencio con hedores
reposa.
Estamos con un cuerpo presente que
se esfuma,
con una forma clara que tuvo
ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin
fondo.
¿Quién arruga el sudario? ¡No es
verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el
rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la
serpiente:
aquí no quiero más que los ojos
redondos
para ver ese cuerpo sin posible
descanso.
Yo quiero ver aquí los hombres de
voz dura.
Los que doman caballos y dominan los
ríos;
los hombres que les suena el
esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y
pedernales.
Aquí quiero yo verlos. Delante de la
piedra.
Delante de este cuerpo con las
riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está
la salida
para este capitán atado por la
muerte.
Yo quiero que me enseñen un llanto
como un río
que tenga dulces nieblas y profundas
orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y
que se pierda
sin escuchar el doble resuello de
los toros.
Que se pierda en la plaza redonda de
la luna
que finge cuando niña doliente res
inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto
de los peces
y en la maleza blanca del humo
congelado.
No quiero que le tapen la cara con
pañuelos
para que se acostumbre con la muerte
que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el
caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se
muere el mar!
De Diván del Tamarit
Gacela del amor desesperado
La noche no quiere venir
para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.
Pero yo iré,
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.
El día no quiere venir
para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.
Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.
Ni la noche ni el día quieren venir
para que por ti muera
y tú mueras por mí.
Gacela de la raíz amarga
Hay una raíz amarga
y un mundo de mil terrazas.
Ni la mano más pequeña
quiebra la puerta del agua.
¿Dónde vas, adónde, dónde?
Hay un cielo de mil ventanas
-batalla de abejas lívidas-
y hay una raíz amarga.
Amarga.
Duele en la planta del pie
el interior de la cara,
y duele en el tronco fresco
de noche recién cortada.
¡Amor, enemigo mío,
muerde tu raíz amarga!
De Sonetos del amor oscuro
Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mi quiero perderte.
El aire es inmortal, la piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.
Pero yo te sufrí, rasgué mis venas,
tigre y paloma sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.
Llena, pues, de palabras mi
locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.